miércoles, 17 de abril de 2013

A cuánto vas


Cuando era niño mi sistema de desplazamiento era correr. Si me mandaban a comprar algo, normalmente iba corriendo. No solía caminar; y no lo hacía de apurado ni nada. Así somos de niños. Como los cachorros púberes que, desplegando el doble de energía que su madre, le corretean alrededor, mientras ella va al paso plácido. He notado que los chicos de hoy al desplazarse de un sitio a otro no trotan tanto como lo hacíamos nosotros; son más de caminar atareados con su ipod u otros dispositivos; pero eso es otro tema.




En su libro “Bestiaria” dice Carolina Aguirre: “En la primaria, a las mujeres no nos interesa si los chicos son altos, si tienen espalda ancha o si se visten bien. Hasta los diez u once años, para nosotras el atributo más sensual que un hombre puede tener es correr más rápido que todos los demás en la clase de gimnasia.”


Ser veloz debe ser la primera cuestión competitiva que aqueja al varón. Más tarde será jugar bien al fútbol, al rugby, al tenis. Ser valiente y aguerrido. En la vida adulta todo eso irá reemplazándose por los logros económicos, dinero, poder, prestigio o fama.
Sin embargo, sabemos que las comparaciones no nos hacen bien, y nos conducen a la frustración, ya que siempre habrá alguien en mejor posición que la nuestra. Son la raíz del desorden, según Krishnamurti: el conflicto surge de "compararse con otro"; "compararse con lo uno debería ser”, "imitar un ejemplo”. Porque siempre habrá un conflicto entre "lo que se es" y "lo que se debería ser."









Cuando entré a primer año de la secundaria, de correr por esparcimiento pasé a correr vomitando. La pista de atletismo me fue bastante hostil. El primer día de gimnasia, para dividirnos según capacidad deportiva, nos hicieron correr 1200 metros. Eran tres vueltas. Recuerdo el número que a mi llegada arrojó el cronómetro: 5´ 55.
Y para siempre, nos dividieron en horarios, en tres grupos: el primero, de los superdotados deportistas o altos; el intermedio, de los medianos, (donde quedé yo con mis dignos 5 minutos con 55), y por último el tercero: el de los gordos o lentos.
Estrené mi adolescencia sufriendo al compararme con el primer grupo; claramente ni miraba al tercero.

Pero algo en mi interior ya tejía un desagrado por la competencia.






La competencia siempre era física. Un ejemplo de ello es que al empezar la secundaria, a “1ro 1ra” iban quienes más inglés sabían. Yo podía haber ido ahí porque sabía inglés, pero taché un par de respuestas en el examen y quedé en 2da. No quería exigirme de más, y prefería empezar holgado. En cambio en gimnasia para mí no existió esa especulación: si hubiera sido más relajado, tal vez hubiera corrido menos, para ir a parar al grupo de los lentos y ser cabeza de ratón gordo en vez de cola de león alto. Y no. Se jugaba mi honor en el número en que llegaba a la meta.
Algunas veces he terminado vomitando a un costado de la pista por exigirme ser el hombre nuclear.


5´ 55. Hay números que no se olvidan. Como el del sorteo de la colimba. Como el récord sexual. Hay números en el guión que nos escribimos; hay cifras oficiales que adoban la forma en que nos contamos la historia de nuestras vidas.
Uno, cinco, catorce. Ochocientos. Creemos que los números también nos describen; que las cantidades nos hacen más o menos decorosos. Y eso es un problema.
Bueno; por lo menos es uno solo.



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