Miedo, era atravesar
ese túnel.
Está clausurado hace décadas, creo. Una boca sale casi a la entrada
del zoológico, la otra del otro lado de Libertador. La boca del lobo. Imaginábamos
malhechores, moribundos, alimañas. Y mandábamos: adrenalina pura. No había
nada. Supongo que no había nada. Oscuridad. Algún reo. Algún meo. Lo cruzábamos
corriendo.
De niño
pululaba la zona; como tantas otras: a los diez años mi zona de influencia
podía abarcar todo Buenos Aires. Me iba de casa después del mediodía, a
encontrarme con uno o más amigos y volvía en algún momento; cuando caía la
tarde. Podíamos subirnos a un colectivo o tren y aparecer en cualquier lado. A
perdernos. Aventurarnos. A provocarnos miedo. Ese miedo que uno se provoca a
propósito cuando está acompañado. Solo, ni en pedo.
El miedo es
a veces un aliciente para la acción. Nadie nos manda a hacer eso que hacemos
para provocarnos el miedo. Que es en realidad ignorancia; es no saber, es entrar
en lo desconocido. Es suponernos peligro, daño, dolor o muerte. Pero vamos
hacia allí; sobre todo cuando estamos acompañados. Es al menos mi caso. No soy
muy del unipersonal, pero en yunta me agrando y me motivo.
Las veces
que avancé, es probable que haya trascendido algún miedo. En una historieta Larguirucho flotaba en medio del océano y aparecían tiburones. Se ponía a nadar a toda velocidad mientras decía: "yo no sé nadar; pero qué grán maestro es el miedo!"
El miedo no
es sonso, es guapo. El miedo es valiente. Es nuestro aliado; el miedo nos
protege, nos abraza, pero también nos hace correr hacia adelante. Y si estamos
acompañados, es hermoso. Es una adrenalina que nos hace cruzar el túnel y
llegar a salvo al otro lado, riendo juntos, excitados, lo logramos, qué cagazo, vamos de nuevo?
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